HISTORIAS SOBRE LOS OTROS

jueves, 12 de abril de 2007

Capítulo 4. Y último

Lukia tomaba nota del postre en la mesa de enfrente. Dos hombres vestidos con traje pedían el café. Uno de ellos tapaba el micrófono del móvil mirando a Lukia para indicarle «un solo» y retomar en seguida la conversación. El otro alzó la vista de su agenda electrónica para señalarle «que sean dos».
—... ¿Miguel? Ya la he visto. Nada, per-fec-ta, macho, y el sitio también...
Lukia les llevó los dos cafés y retiró el cestillo del pan. El del teléfono levantó la vista y con la cabeza hizo un asentimiento de gracias al antebrazo de Lukia, que se retiraba fugaz ante su nariz.
—... yo, te comento, en comparación con los otros pabellones le veo dos ventajas clarísimas...
El otro se puso derecho en su silla, soltó la agenda y farfulló un rápido «gracias». Un breve destello luminoso, salido de la pulserita de oro de Lukia, quedó retenido en su córnea, y el trajeado al parpadear visibilizó en el interior del ojo la inasible manchita blanca.

Lukia entró a la cocina, vació el cestillo y salió por la puerta trasera a sacar la basura. Aprovechó para hacer una pausa, la única hasta ese momento, y fumarse un cigarrillo antes de comer. Paseaba distraída de la puerta trasera a la esquina. En la nave de enfrente empezaba a levantarse un movimiento desperdigado de toros, palés y mozos de almacén que entraban y salían. Resonó dos veces la carga de materiales de una furgoneta que pasaba por el camino intermedio, sin cuidado ya de esquivar los baches de un asfalto primitivo, nunca reparado. Para Lukia, aquellos cloclonc solitarios significaban que el día empezaba a declinar. Para los trabajadores de enfrente quedaban aún, aquel lunes, varias horas de labor.

Lukia apoyó el hombro contra la esquina y el fresco del cemento le provocó un escalofrío. Tenía hambre. Normalmente, se sentaba a comer después del trabajo y antes de la última recogida. No era una costumbre adquirida, sino impuesta por el ritmo de trabajo de su primera semana; además, en ese rato evitaba que Ramiro se sentara con ella a solas. Se puso a mirar a los mozos de enfrente, tratando de adivinar cuáles eran españoles y cuáles no. Pensó en Vidal. Cuando llegara a casa recogería un mínimo los trastos sucios de la habitación y se ducharía para esperarlo. Sus citas eran todavía secretas, en el piso compartido de ella. Se veían a escondidas: a escondidas de los allegados búlgaros de Lukia, a escondidas de los compañeros de Vidal, también a escondidas de los hijos de Vidal, que rondaban la edad de Lukia... Solo la compañera de piso de Lukia, como el ama fiel de una julieta, compartía su secreto. Mientras observaba a los trabajadores del almacén, trajo a la memoria el tacto español, para ella exótico, de aquel hombre, y lo comparó con el tacto impetuoso y doméstico de los hombres que había conocido en su país. Vidal no lucía ya un cuerpo joven, ni tatuajes, ni una buena moto, ni la mejor guitarra, ni era el bebedor del grupo, ni le gustaba el jazz, como a la mayoría de sus amantes, decenas de fugaces Ramiros a quienes en sus exhibiciones —igual que le ocurría con el castellano— ella sobrentendía con celeridad, como si ya se los supiera. En su somero análisis, Lukia pensó que era curioso cuánto le habían hablado siempre sus hombres, como para demostrar lo evidente, precisamente a ella, a quien todos aquellos datos interesaban solo temporalmente, cuando le interesaban algo. Tenía pocos amigos. Vidal, en cambio, no tenía mucho que decir. La había atendido con parsimonia en el cuartel, con indiferencia, y con pocos signos le había indicado lo que tenía que hacer para obtener un permiso de trabajo: contrato, comisaría, seguridad social. Sus gestos le habían dado un calambre metálico, como el frío del cemento en el que estaba apoyada. Como el crujido del papel albal. Pensó en él y en esa noche y sintió que se le abría el agujero de la cintura. Lukia expulsó la última bocanada y volvió a la cocina a preparar su plato.

En el mismo momento en que Lukia se sentaba a comer, Francisca despedía a un grupo de administrativas y entraba por la puerta Vidal, jefe de la Guardia Civil. Se dirigió a la barra y Ricardo lo saludó.
—¿Qué hay, Vidal?
—Hola, Ricardo, uno con hielo.
—... Y me ha dicho que la nave está disponible a partir de abril... Tendríamos que firmar esta semana... ¿Qué? —el hombre del teléfono seguía negociando la compra de un pabellón en el polígono, mientras su ayudante pedía la cuenta.

Vidal cogió el periódico deportivo que estaba encima de la barra y lo abrió. Le quedaban todavía casi cuatro horas para acabar su jornada de trabajo. Pasaba las hojas del periódico, sin leer los resultados, ni la sospechada adquisición de tal club o el mal estado físico de ese jugador. No se atrevía a levantar la taza de café porque le temblaba la mano. Lukia estaba comiendo de espaldas a la barra en la mesa más retirada de la sala, cerca del pasillo.
—Al que no le guste, ya sabe lo que tiene que hacer. Firmamos con el notario este jueves y, oye, nos venimos cuanto antes... —los dos hombres terminaban de recoger sus bártulos electrónicos, con el ademán del cuerpo en dirección a la mesa de Lukia, que ofrecía al público las vértebras salientes de su espalda.

Vidal también las miraba. Tenía ganas de rozarlas y pensó en la noche que le esperaba. Había dicho a sus hijos que la partida era en casa de Javi, pero ya empezaban a poner cara rara. «¿Un lunes?». Cada vez le costaba más montar coartadas. Sus amigos, sus hijos, su trabajo, los vecinos... Sabía lo que podía esperar de sus vecinos militares, por mucho que los tiempos cambiaran. Sonreía cuando oía aquello de que los guardias civiles eran, cada vez más, funcionarios. Aunque en general a los viudos se les consienten cosas que a los demás no. Aprovecharía esta supuesta indulgencia del juicio popular para ensartar a Lukia en su mundo, licencia de viudo. «Con lo que ha sufrido este hombre» o «Mira, se merece ser feliz...». Y de sus hijos ya se encargaría él. El brazo de Lukia vibraba al arrancar secamente trozos de pan. Vidal iba y venía con la mirada de la mesa a las páginas. Leyó: «Si me acusan con una bala, yo tiro una bomba». El periódico deportivo llegó a su fin. La última página exhibía la foto de la tiabuena de turno. El Eto’o este de los cojones.

Lukia llevó sus platos a la cocina y allí se tomó el postre. Entre vapor de lavavajillas, sartenes sucias, platos amontonados y cubiertos pegajosos, Ramiro procuraba restaurar el orden perdido. Parapará pará paaaapa... Su método y el reciente aumento de clientela hacían de la recogida en cocina un segundo bloque de trabajo. Lukia se le cruzaba en dirección contraria, por el guion laboral que aplicaba a su faena, con infinitas limpiezas por minuto. Ramiro dejó que Lukia lo ayudara, mientras pensaba la manera de abordarla. Iba a ser directo, pero el momento adecuado, que él siempre buscaba en estos casos, no terminaba de cuajar. Lukia salió con la escoba al comedor y se topó con la figura de Vidal en la barra, que recogía del plato la vuelta del café. Pasó de largo feliz y empezó a colocar las sillas encima de las mesas para barrer el suelo. Francisco hacía la caja. Ricardo secaba copas. Vidal se despidió:
—Bueno, venga, hasta mañana, Paco, mañana te traigo eso.
—Venga, y te explico cómo bajarlo, ya hablamos.
—Vale.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola