HISTORIAS SOBRE LOS OTROS

jueves, 12 de abril de 2007

Capítulo 3.

Transcurría el tercer turno y los últimos clientes se demoraban en la sobremesa. Ricardo, detrás de la barra, ponía cafés y terminaba de ordenar tazas, vasos y botellas. Cinco mesas estaban todavía ocupadas y podían distinguirse con mayor claridad frases sueltas de las conversaciones. Francisco había invitado a comer al director de la oficina bancaria. Iban a tratar su negocio a la sobremesa. Lukia acababa de depositar el helado y un café cortado delante del banquero, que pasando la mirada por el cuello de la camarera pidió:
—¿Puedes avisar a Francisco? Dile que me invite a un licor y que se siente conmigo.
Francisco se acercó a la mesa con una botella de coñac. No podía pensar en un día mejor para prometer solvencia a una mente financiera.

—Saludos, Paquito, me alegro de verte –el banquero tendió la mano, alisándose al mismo tiempo la corbata.
—Qué tal, Álvaro –dijo Francisco mientras se sentaba.
—¿Y Francisca?
—Está ahí detrás.
—Ah, muy bien. Dime, qué me querías comentar –el banquero tomó un sorbo de coñac.
—Verás, Álvaro, ya has visto cómo se está poniendo lo del restaurante... ¿Quieres algo más?
—Que no, no puedo tardar mucho...
—Tengo unos puritos...
—¡Qué va, hombre! Como se enteren en casa...
—Desde cuándo se rechaza un habano, tú...
—Hace una eternidad que no los pruebo.
Francisco llamó a Lukia:
—Tráete la caja de puros, ¿sabes cuál? Ricardo sabe.

Lukia asintió y les dio la espalda. El delantal de trabajo, que empezaba en la cintura, le cubría solo la mitad de los muslos y se ataba detrás. El lazo, en vez de colgar lánguido, se apretaba brevemente a la cintura, y aquella falta de vuelo aumentaba la sensación de celeridad en los movimientos de su cuerpo. Se escuchaba apenas, como si fuera una leve interferencia en el aire, el recrujir del tejido al rozar con los pantalones. Por debajo del ambiente de la sala llegó hasta la nariz del banquero un olor casi imperceptible de perfume barato.
—Esta es nueva, ¿no? Anda que no tienes morro, Paquito.

Lukia acercó la caja de puros y ante los ojos del banquero, mientras elegía uno, se tensó y se destensó en el movimiento el hueco de la blanca axila de la camarera, relleno de grasa.
—Llevamos tiempo dando vueltas a un proyecto y quería saber tu opinión...
El banquero, Álvaro Cuéllar, escuchaba distraído mientras miraba la punta del cigarro puro, que hacía girar entre las yemas de sus dedos. Bastaría con ampliar el préstamo que ya tenemos... Por un momento, no supo si estaba aspirando el humo del habano o el perfume rancio de la camarera. Tú sabes que lo vamos a sacar adelante... Mucho antes de que tomara su decisión, el juego de aquellos dos aromas tan extremos se había ya instalado en el limbo de su voluntad.

En una semana, Álvaro había recibido, curiosamente, dos demandas casi idénticas. Mientras Francisco le exponía su proyecto, él analizaba con curiosidad económica. De los cuatro restaurantes que daban de comer a los trabajadores del polígono, uno de ellos, El Rocky, había contratado a una maciza rumana bajita pero de destacado escote. De esto hacía poco más de un mes. De forma inesperada, la asiduidad de los clientes —masculinos, pero curiosamente también las mujeres— se había disparado. Todos los subcontratados de la zona habían hecho correr la voz y el mismo Álvaro pudo dar fe del encanto de la nueva contratada. Al primer signo de crecimiento, Rocky decidió hacer algunas mejoras en el negocio. Por eso había acudido al banquero. Pero él había solicitado un préstamo menor que el de Francisco. «Unos veinte mil euros, qué le parece». Álvaro no encontró entre los recuerdos de sus cursillos un nombre chistoso para ese tipo de pobre inversión: «modelo estéril con probabilidad 98% de fracaso: ningún ahorro, ningún beneficio para el “beneficiario”, todo ganancias para el banco». Porque además le había metido al chiquillo una buena comisión.

Francisco, en cambio, bueno era, pensó el banquero. Parecía que Francisco, a la vista de aquel fenómeno, hubiera concebido proyectos de mayor alcance con la llegada de la inmigración. Él no ha contratado a una maciza... Francisco era empresario desde hacía casi treinta años. Su lechera particular le traía en el cántaro un nuevo restaurante en su pueblo de Ciudad Real, uno de verdad, un poco elegante, con su cocina propia y sus vinos de renombre. Y para eso había recurrido al banquero. ¡Ha contratado a una rival! Sí que había aprendido en estos años de trabajo empresarial. Ja. Francisco había dado él solito con el concepto de competencia en el polígono. Había intuido lo que los estudios de mercado demostrarían más tarde: conceptos, su interrelación y sus conclusiones. Inmigración, competencia, juego económico... No es nadie este Paquito, sonreía por dentro Álvaro. Lo que había empezado siendo una broma sexista, un concurso de tetudas, se convirtió en un insospechado actor intervencionista cuyas consecuencias, aunque de trascendencia relativa, no dejaron de ser una curiosidad económica. ¿Cómo demonios lo ha sabido?

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Me quedé en el capítulo 1. Lo leeré todo de un tirón, así que antes del curro tienes que terminarlo...

Anónimo dijo...

Aquí seguimos, lee que te lee.
Así que a escribir.
Que esto es como los culebrones, ¡nos dejas a medias!
Por cierto, intuyo unas aptitudes para los negocios en tu mente julietina que desconocía. Mmmm...

Anónimo dijo...

¿Qué pasa? ¿Ahora que tienes trabajo nuevo no escribes?

Anónimo dijo...

Tengo un problema de concepción del capítulo 4. La creación literaria me está matando.