Buscó en el programa el nombre de su hija. Lo encontró en el cuarto lugar, en letra más pequeña, después de la pareja de actores principales y de una compañera de reparto que debió de ver en un ensayo, pues el nombre le sonaba. Eugenia tenía prohibido asistir a los ensayos de las obras en las que trabajaba su hija, especialmente cuando el autor seguía vivo y trataba el fruto de su trabajo con el mismo celo con que se oculta el vestido de novia hasta el día de la boda. En esos casos, su hija no le daba permiso ni para llevarle la comida. Pero en aquella ocasión sí le permitió entrar, era lo mínimo, pues había pedido prestados a su madre el broche y el chal concretos que necesitaba para el atuendo. Eugenia entró una única vez y todo lo que pudo ver fue el escenario, que carecía de disposición específica, y a algunos actores vestidos de paisano, repartidos entre la escena y los asientos. Reinaba el desorden, botellas esparcidas por el suelo, prendas de ropa tiradas por las sillas, y esa imagen le hizo temer que un director moderno, caótico, anárquico como aquel probablemente invertiría su tiempo en una pieza muy, muy contemporánea, demasiado, incomprensible para ella, como alguna que ya había tenido ocasión de ver.
Sonó el timbre de aviso, que convocaba al público por tercera y última vez. Eugenia cerró el programa. Era un cuaderno de formato grande. Eugenia guardaba los programas de las obras que presenciaba, como buscando claves en la evolución de los folletos, la tendencia de cada temporada, las modas de diseño que imponían autores y compañías. Lo hacía desde que, muy joven, empezó a ir al teatro, y se acabó convirtiendo en una colección privada de cajón en la que transcurría la historia del teatro de sus años de vida, que ella veía como una sucesión de modas. Así se construía en general la historia de todo, pensaba Eugenia; una sucesión lineal del tiempo, marcada por infinitas modas impuestas. Las modas, los vestidos, los personajes, iban ocupando un sitio en el tiempo y en él se quedaban para siempre, formando una tendencia. Igual que los sucesos, con sus causas y sus efectos. En un orden que respondía a alguna lógica, aunque para ella la lógica de la historia era la misma a la que respondía la paginación de su libro de historia de la infancia. Suponía que gracias a ese orden las personas podían comprender de forma común cómo era la vida y cómo era la historia. Porque si lo cambiábamos todo de sitio la historia dejaría de ser única. En su despensa, cada alimento ocupaba un rincón inamovible. Su propia vida, como su despensa, estaba hecha de recuerdos y acontecimientos inamovibles. Una evolución, un orden. Años atrás, cuando ella era muy joven, los programas que se repartían en las representaciones eran sobrios, con su título, su lista de actores y el argumento, sin estilo propio; aunque también los había más artísticos, de esos que incluían grabados de personajes de la obra, según el presupuesto y la temporada. Pero con el paso del tiempo se iban adoptando formatos personalizados de tal director o tal sala, y eran en general folletos de diseño más barato. El programa de esa noche era simple y no contenía esas fotografías que últimamente se venían insertando, que reproducían los retratos de los actores o escenas de la obra en cuestión. Aquel era todo letras encarnadas sobre papel rugoso y amarillento. Ni muy clásico ni muy moderno; algo atemporal. Atendiendo a su prejuicio, imaginó que tal vez el director no quería, ni siquiera a través del folleto, adelantar ni una sola pista de lo que podía ser su obra.
Ya habían rebajado la iluminación. En los últimos segundos de espera, Eugenia paseaba la vista del programa al telón, y del telón a los palcos. Se le ocurrió que el programa no encajaba en aquella sala aterciopelada. Aunque tampoco desencajaba del todo. Se daba un breve contraste entre la modernidad del cuadernillo y la evocación de otro tiempo que traían las butacas, las paredes, con sus dorados y sus colores de vino y aceitunas. Se vio a sí misma en medio de ese contraste, sosteniendo en su mano un programa joven sobre una butaca histórica. Se solapaban límites que no sabía cómo definir; los límites que separaban su pasado de su presente, sus gustos de siempre de los gustos contemporáneos, su teatro de antaño, sentada ella al lado de su marido, de su teatro de hoy, sin compañía. Las florituras de aquella sala ya vieja, pero todavía solemne, se correspondían con su propia persona, con sus pensamientos, decorados también con adornos similares. Algo de madera dorada había quedado anclado en aquel teatro y en ella. Antes de que se apagaran las luces, vio butacas sin público repartidas por toda la sala de espectáculos. Las obras actuales, pensó, todavía se representaban bien en instalaciones vetustas como aquella, pero cuanto más modernas eran las piezas más vacíos de público quedaban los asientos, que se llenaban en otras salas más recientes, más lineales. Ella, Eugenia, se sentía a gusto en ese teatro; era una espectadora aterciopelada; una mujer aterciopelada, había sido una esposa aterciopelada, y sus deseos íntimos eran también aterciopelados; pero como madre, amiga o viuda no había tenido más remedio que asumir la existencia de la sociedad y llevar una vida exterior. Su representación en la vida cotidiana estaba llena de butacas vacías. Entonces vio otra vez el programa, que de pronto le pareció solo un programa sobre una butaca, dos nudos del cordón de la historia superpuestos, y todo le resultó más aleatorio. Aleatorio, sin adjetivos. Un programa encima de una butaca. En realidad, el paso del tiempo no se debía a causas que provocaran efectos. Se vio a sí misma flotando en el espacio que mediaba entre las causas y los efectos de todo acontecimiento, simples «antes» y «después»... Tendría que mirar su vida desde esa óptica. Intuyó que había hecho un descubrimiento de relativa importancia, pero se puso las gafas, cruzó las manos y miró hacia el escenario. Se apagaron por fin las luces y Eugenia detuvo sus pensamientos. Se animó. Se dio cuenta de que el aspecto del programa desmentía un poco su idea preconcebida de una obra aburrida, pues el librito era, en definitiva, bastante elegante. Deseó que la obra también lo fuera.
Sonó el timbre de aviso, que convocaba al público por tercera y última vez. Eugenia cerró el programa. Era un cuaderno de formato grande. Eugenia guardaba los programas de las obras que presenciaba, como buscando claves en la evolución de los folletos, la tendencia de cada temporada, las modas de diseño que imponían autores y compañías. Lo hacía desde que, muy joven, empezó a ir al teatro, y se acabó convirtiendo en una colección privada de cajón en la que transcurría la historia del teatro de sus años de vida, que ella veía como una sucesión de modas. Así se construía en general la historia de todo, pensaba Eugenia; una sucesión lineal del tiempo, marcada por infinitas modas impuestas. Las modas, los vestidos, los personajes, iban ocupando un sitio en el tiempo y en él se quedaban para siempre, formando una tendencia. Igual que los sucesos, con sus causas y sus efectos. En un orden que respondía a alguna lógica, aunque para ella la lógica de la historia era la misma a la que respondía la paginación de su libro de historia de la infancia. Suponía que gracias a ese orden las personas podían comprender de forma común cómo era la vida y cómo era la historia. Porque si lo cambiábamos todo de sitio la historia dejaría de ser única. En su despensa, cada alimento ocupaba un rincón inamovible. Su propia vida, como su despensa, estaba hecha de recuerdos y acontecimientos inamovibles. Una evolución, un orden. Años atrás, cuando ella era muy joven, los programas que se repartían en las representaciones eran sobrios, con su título, su lista de actores y el argumento, sin estilo propio; aunque también los había más artísticos, de esos que incluían grabados de personajes de la obra, según el presupuesto y la temporada. Pero con el paso del tiempo se iban adoptando formatos personalizados de tal director o tal sala, y eran en general folletos de diseño más barato. El programa de esa noche era simple y no contenía esas fotografías que últimamente se venían insertando, que reproducían los retratos de los actores o escenas de la obra en cuestión. Aquel era todo letras encarnadas sobre papel rugoso y amarillento. Ni muy clásico ni muy moderno; algo atemporal. Atendiendo a su prejuicio, imaginó que tal vez el director no quería, ni siquiera a través del folleto, adelantar ni una sola pista de lo que podía ser su obra.
Ya habían rebajado la iluminación. En los últimos segundos de espera, Eugenia paseaba la vista del programa al telón, y del telón a los palcos. Se le ocurrió que el programa no encajaba en aquella sala aterciopelada. Aunque tampoco desencajaba del todo. Se daba un breve contraste entre la modernidad del cuadernillo y la evocación de otro tiempo que traían las butacas, las paredes, con sus dorados y sus colores de vino y aceitunas. Se vio a sí misma en medio de ese contraste, sosteniendo en su mano un programa joven sobre una butaca histórica. Se solapaban límites que no sabía cómo definir; los límites que separaban su pasado de su presente, sus gustos de siempre de los gustos contemporáneos, su teatro de antaño, sentada ella al lado de su marido, de su teatro de hoy, sin compañía. Las florituras de aquella sala ya vieja, pero todavía solemne, se correspondían con su propia persona, con sus pensamientos, decorados también con adornos similares. Algo de madera dorada había quedado anclado en aquel teatro y en ella. Antes de que se apagaran las luces, vio butacas sin público repartidas por toda la sala de espectáculos. Las obras actuales, pensó, todavía se representaban bien en instalaciones vetustas como aquella, pero cuanto más modernas eran las piezas más vacíos de público quedaban los asientos, que se llenaban en otras salas más recientes, más lineales. Ella, Eugenia, se sentía a gusto en ese teatro; era una espectadora aterciopelada; una mujer aterciopelada, había sido una esposa aterciopelada, y sus deseos íntimos eran también aterciopelados; pero como madre, amiga o viuda no había tenido más remedio que asumir la existencia de la sociedad y llevar una vida exterior. Su representación en la vida cotidiana estaba llena de butacas vacías. Entonces vio otra vez el programa, que de pronto le pareció solo un programa sobre una butaca, dos nudos del cordón de la historia superpuestos, y todo le resultó más aleatorio. Aleatorio, sin adjetivos. Un programa encima de una butaca. En realidad, el paso del tiempo no se debía a causas que provocaran efectos. Se vio a sí misma flotando en el espacio que mediaba entre las causas y los efectos de todo acontecimiento, simples «antes» y «después»... Tendría que mirar su vida desde esa óptica. Intuyó que había hecho un descubrimiento de relativa importancia, pero se puso las gafas, cruzó las manos y miró hacia el escenario. Se apagaron por fin las luces y Eugenia detuvo sus pensamientos. Se animó. Se dio cuenta de que el aspecto del programa desmentía un poco su idea preconcebida de una obra aburrida, pues el librito era, en definitiva, bastante elegante. Deseó que la obra también lo fuera.