Historias Récits Tales

HISTORIAS SOBRE LOS OTROS

miércoles, 25 de junio de 2008

(seguimos)

Buscó en el programa el nombre de su hija. Lo encontró en el cuarto lugar, en letra más pequeña, después de la pareja de actores principales y de una compañera de reparto que debió de ver en un ensayo, pues el nombre le sonaba. Eugenia tenía prohibido asistir a los ensayos de las obras en las que trabajaba su hija, especialmente cuando el autor seguía vivo y trataba el fruto de su trabajo con el mismo celo con que se oculta el vestido de novia hasta el día de la boda. En esos casos, su hija no le daba permiso ni para llevarle la comida. Pero en aquella ocasión sí le permitió entrar, era lo mínimo, pues había pedido prestados a su madre el broche y el chal concretos que necesitaba para el atuendo. Eugenia entró una única vez y todo lo que pudo ver fue el escenario, que carecía de disposición específica, y a algunos actores vestidos de paisano, repartidos entre la escena y los asientos. Reinaba el desorden, botellas esparcidas por el suelo, prendas de ropa tiradas por las sillas, y esa imagen le hizo temer que un director moderno, caótico, anárquico como aquel probablemente invertiría su tiempo en una pieza muy, muy contemporánea, demasiado, incomprensible para ella, como alguna que ya había tenido ocasión de ver.

Sonó el timbre de aviso, que convocaba al público por tercera y última vez. Eugenia cerró el programa. Era un cuaderno de formato grande. Eugenia guardaba los programas de las obras que presenciaba, como buscando claves en la evolución de los folletos, la tendencia de cada temporada, las modas de diseño que imponían autores y compañías. Lo hacía desde que, muy joven, empezó a ir al teatro, y se acabó convirtiendo en una colección privada de cajón en la que transcurría la historia del teatro de sus años de vida, que ella veía como una sucesión de modas. Así se construía en general la historia de todo, pensaba Eugenia; una sucesión lineal del tiempo, marcada por infinitas modas impuestas. Las modas, los vestidos, los personajes, iban ocupando un sitio en el tiempo y en él se quedaban para siempre, formando una tendencia. Igual que los sucesos, con sus causas y sus efectos. En un orden que respondía a alguna lógica, aunque para ella la lógica de la historia era la misma a la que respondía la paginación de su libro de historia de la infancia. Suponía que gracias a ese orden las personas podían comprender de forma común cómo era la vida y cómo era la historia. Porque si lo cambiábamos todo de sitio la historia dejaría de ser única. En su despensa, cada alimento ocupaba un rincón inamovible. Su propia vida, como su despensa, estaba hecha de recuerdos y acontecimientos inamovibles. Una evolución, un orden. Años atrás, cuando ella era muy joven, los programas que se repartían en las representaciones eran sobrios, con su título, su lista de actores y el argumento, sin estilo propio; aunque también los había más artísticos, de esos que incluían grabados de personajes de la obra, según el presupuesto y la temporada. Pero con el paso del tiempo se iban adoptando formatos personalizados de tal director o tal sala, y eran en general folletos de diseño más barato. El programa de esa noche era simple y no contenía esas fotografías que últimamente se venían insertando, que reproducían los retratos de los actores o escenas de la obra en cuestión. Aquel era todo letras encarnadas sobre papel rugoso y amarillento. Ni muy clásico ni muy moderno; algo atemporal. Atendiendo a su prejuicio, imaginó que tal vez el director no quería, ni siquiera a través del folleto, adelantar ni una sola pista de lo que podía ser su obra.

Ya habían rebajado la iluminación. En los últimos segundos de espera, Eugenia paseaba la vista del programa al telón, y del telón a los palcos. Se le ocurrió que el programa no encajaba en aquella sala aterciopelada. Aunque tampoco desencajaba del todo. Se daba un breve contraste entre la modernidad del cuadernillo y la evocación de otro tiempo que traían las butacas, las paredes, con sus dorados y sus colores de vino y aceitunas. Se vio a sí misma en medio de ese contraste, sosteniendo en su mano un programa joven sobre una butaca histórica. Se solapaban límites que no sabía cómo definir; los límites que separaban su pasado de su presente, sus gustos de siempre de los gustos contemporáneos, su teatro de antaño, sentada ella al lado de su marido, de su teatro de hoy, sin compañía. Las florituras de aquella sala ya vieja, pero todavía solemne, se correspondían con su propia persona, con sus pensamientos, decorados también con adornos similares. Algo de madera dorada había quedado anclado en aquel teatro y en ella. Antes de que se apagaran las luces, vio butacas sin público repartidas por toda la sala de espectáculos. Las obras actuales, pensó, todavía se representaban bien en instalaciones vetustas como aquella, pero cuanto más modernas eran las piezas más vacíos de público quedaban los asientos, que se llenaban en otras salas más recientes, más lineales. Ella, Eugenia, se sentía a gusto en ese teatro; era una espectadora aterciopelada; una mujer aterciopelada, había sido una esposa aterciopelada, y sus deseos íntimos eran también aterciopelados; pero como madre, amiga o viuda no había tenido más remedio que asumir la existencia de la sociedad y llevar una vida exterior. Su representación en la vida cotidiana estaba llena de butacas vacías. Entonces vio otra vez el programa, que de pronto le pareció solo un programa sobre una butaca, dos nudos del cordón de la historia superpuestos, y todo le resultó más aleatorio. Aleatorio, sin adjetivos. Un programa encima de una butaca. En realidad, el paso del tiempo no se debía a causas que provocaran efectos. Se vio a sí misma flotando en el espacio que mediaba entre las causas y los efectos de todo acontecimiento, simples «antes» y «después»... Tendría que mirar su vida desde esa óptica. Intuyó que había hecho un descubrimiento de relativa importancia, pero se puso las gafas, cruzó las manos y miró hacia el escenario. Se apagaron por fin las luces y Eugenia detuvo sus pensamientos. Se animó. Se dio cuenta de que el aspecto del programa desmentía un poco su idea preconcebida de una obra aburrida, pues el librito era, en definitiva, bastante elegante. Deseó que la obra también lo fuera.

domingo, 9 de diciembre de 2007

Acto primero

El telón era verde. Eugenia entró en la sala con el billete en la mano, los guantes y las gafas asomando por el diminuto bolso entreabierto, y contó las filas con la mirada hasta dar con su butaca. El patio se llenaba de público. El murmullo subía hasta la bóveda del techo y se expandía, colectivo, entre las butacas individuales, hasta perderse en el fondo de los palcos. Eugenia miraba el ir y venir de los acomodadores, en sus uniformes rojos, tripulantes evacuando el barco en un urgente viceversa, que con paso firme ora aparecían, ora desaparecían, prestidigitadores de propinas; reconocía los gestos de las personas que iban tomando asiento: quienes no habían depositado en consigna abrigos y sombreros, avanzaban desde la entrada con sus ropajes cargados en el codo, o bien alcanzaban su asiento y tardaban en sentarse el tiempo interminable en que se despojaban de sus bártulos de invierno; se producían en cada sesión los mismos giros de cabeza, la misma inclinación de hombreras femeninas al andar entrecortadamente por las estrechas filas de butacas; se adivinaban «perdón», «disculpe» o «permite», a los que respondían apagados chasquidos de lengua o bien escuetos «cómo no». Eugenia, como los demás, fue a su sitio y aguardó en silencio, excitada, los minutos que duraba aquella irrigación social. Hojeó el programa. Mientras se imponía la quietud, el telón ondeaba en un efecto óptico, en silencioso rugido, como una marea en calma. Una marea verde y dorada.

sábado, 14 de abril de 2007

EL POLÍGONO INDUSTRIAL. Capítulo 1.


El lunes, en la cocina del restaurante, Ramiro empezaba la mañana en una composición, compás dos por cuatro, de cálculos mentales. Las diez cajas del pedido de siempre, dispersas por el suelo y las encimeras del mal proporcionado antro, añadían desorden a la suciedad que allí habitaba. Pará pará pará paaapa. Pará pará pará paaara. Ramiro abordaba su rutina como quien empieza un crucigrama: con la disposición mental de un autómata, pero echando mano, cuando eran necesarios, de mediocres calculitos estratégicos en los momentos de también calculados imprevistos. Cada tarea del día, como si fuera un cuadro blanco del tablero, el cocinero la visualizaba antes de actuar, para luego ejecutarla con rapidez, hasta completar las palabras cruzadas. Como un pasatiempo, el trabajo se presentaba amenamente aburrido. Luego Roger: piriviriviri viriví... La rotación de los productos del lunes a primera hora era, con mucho, la más irritante de sus obligaciones. Sacar los comestibles de las cajas e ir guardándolos en los frigoríficos significaba que antes había que vaciar estos, colocar al fondo los alimentos más recientes, para respetar las fechas de consumo preferente y las fechas de caducidad, poner las pegatinas en cada envoltorio, escribir a mano «Abierto el...», y hacer sitio en el reducido espacio de las cámaras. Y este proceso legalmente impuesto, que podría cuadrar a la perfección con su particular disposición laboral, era sin embargo el único que acometía de mal humor. Tal vez por inevitable, o por multable, o por culpa de la inspección. Y entro yo: taintan...

Los menús de la semana, los pedidos, la preparación de cada plato y la proporción de los condimentos eran sometidos a la misma previsión establecida. Y lo que al principio él consideraba un eficaz instrumento de trabajo —el método— descubría que le ocurría también en la música que aportaba al grupo, en su vestimenta y hasta en sus taconeos al andar. Ritmo, se había dicho una vez a sí mismo. Pero no era ritmo. Sus platos, sus ropas, sus escalas no tenían ritmo, sino que eran una solución hallada antes incluso de acabar la operación. Sus actividades estaban abocadas aritméticamente. Descubrir este mecanismo no supuso una decepción en él, sino que le dio claves para ejecutar con más presteza.

Esa mañana, sin embargo, algo nunca visto ocurrió en la cocina: sobró espacio en las neveras. El cocinero se preguntó qué habría olvidado incluir en la lista de la semana e hizo un repaso del albarán. Pero no faltaba nada. El pedido, el de siempre, había llegado completo. Buscó en el hilo de su memoria y, paso a paso, fue utilizando la lógica con la dificultad del proceso invertido: de resultado a elemento. Quedaba un tercio de hueco en las cámaras; el factor «pedido» se mantenía invariable; luego se había alterado el elemento «comestibles sobrantes». Es decir, Ramiro había utilizado alimentos a una razón superior a la habitual. Luego el incremento había que buscarlo en el número de menús. Luego la semana anterior el número de clientes había aumentado. El número de menús... Cada semana, el número de menús era el mismo sin necesidad de comprobación. El restaurante tenía nueve mesas y despachaba, al menos en los tres años laborales de Ramiro en el polígono, a sesenta y siete clientes por día a la hora de la comida, sin margen de error. Una economía perfecta digna de un modelo esférico. El número de menús... Ahora recordaba que jueves y viernes los viejos habían tenido que improvisar tres mesas de plástico en el pasillo. Desde luego, con esos agujeros en los armarios no iba a poder estirar los víveres hasta el viernes. A ver cómo le decía al viejo que haría falta un pedido extra para el miércoles. Me mata.

Transcurría la mañana mientras Ramiro preparaba los platos del día: lentejas con chorizo o gazpacho, de primero, codornices guisadas o merluza a la romana, de segundo, y los postres habituales. Por primera vez, previó un tercio más de la cantidad habitual de raciones, por si acaso, y pensó en el modo de entrarle al jefe. Mira, Francisco... Empezó vertiendo la proporción de agua y sal en el gazpacho deshidratado, al que añadió por su propia mano un chorro de vinagre. Removió pesadamente el preparado durante un buen rato hasta dejarlo sin grumos, lo probó y metió el perol en la nevera. Está a punto de llegar la chiqui. Luego pasó a las codornices: dispuso, con cuidado de no desmontarlas, algunas aves en platos y añadió un espolvoreo de perejil que se pegara a las pechugas. Los paquetes, envasados al vacío, venían acompañados de la salsa en bolsas aparte. Eran lo más caro del presupuesto de menús, pero el viejo era amigo del proveedor e intercambiaban negocio a precios de antigua amistad. Los clientes las consideraban la especialidad de la casa, y para la cocina era muy práctico, pues bastaba con ir abriéndolos y calentarlos a medida que se iban anunciando los pedidos de las mesas. Mira, chiqui, me han invitado a un concierto el viernes unos colegas, tengo dos entraditas y he pensado: seguro que Lukia no conoce antros españoles. Quedaba por sacar de la nevera las rodajas de merluza y rebozarlas. Mientras colocaba los trozos fríos de pescado en las bandejas, le vino a la cabeza el esponjoso meneo de Lukia con el vaivén de platos, tan esponjoso y blanco como la merluza cruda. Picar ajo, perejil y cortar los limones, pasar las rodajas por la harina y tener el aceite caliente para la una y media. Ella pondrá cara de extrañeza: «¿Antro? ¿Qué esto, antro?».

A Lukia la habían contratado la semana anterior. Yo le voy a enseñar Madrid. Ramiro tenía prevista cada brega en mente: El Retiro, Huertas, los pubs de rigor, eran los pases acostumbrados. Esa semana podía incluso sorprenderla con un extra que le había tocado en suerte: la única película búlgara que había, y que había habido en años, que él recordara, en cartelera. Aquel banderillazo del destino confirmó su seguridad. Ya decidiría el orden de propuestas, pero en todo caso la faena iba a culminarla con su as en la manga. El golpe de la jam iba a dejarla lista para el estoque. No pensaba decirle que también tocaba él; simplemente iba a reservar la mejor mesa, se sentarían, pedirían la bebida y, sin decir nada, él se levantaría para ir directamente a los cuatro metros cuadrados de escenario. Qué cara va a poner. Cuando en el descanso se sentara de nuevo a su lado, ya habría prendido algo entre ellos. El acercamiento vendría solo. En la golfa penumbra del local, ella se apoyaría muy sexy sobre un codo en la mesa, levantando la mirada hacia él, echaría el humo de lado a medio sonreír y le haría las rituales preguntas sobre su música. El método. Siempre había funcionado también en estas lides. Y ella me lo va a enseñar todito a mí. Ya sentía el agradable cosquilleo en la entrepierna. Dejó abiertas dos bolsas de patatas congeladas para freír. Lavó a continuación las lechugas y, como anticipando el tacto de los pechos de ella, frotó bajo el agua, despacio, los turgentes, firmes, suaves, enormes tomates; picó las cebollas, abrió la lata de aceitunas, la de atún, y con eso zanjaba prácticamente las guarniciones.

Reservó las lentejas para el final. Con un punto de hierbabuena de su cosecha, en dos minutos hervían en los peroles a fuego muy lento. A la una y cuarto, Ramiro tenía la cocina preparada para hacer frente a la tanda de clientes. No se había dado cuenta, pero esa mañana el tiempo se le había echado encima. Se tomó unos segundos para beber agua y se sorprendió a sí mismo resoplando. Hacía días que la idea de pedir un ayudante le tentaba, pero tenía miedo de perder los extras que los viejos le pagaban por apencar él con todo el trabajo en cocina. Hasta ahora su organización había sido exacta. Sí, pero hoy ya me faltan menús para la semana. Por primera vez algo descuadraba en la rejilla del plan semanal.

viernes, 13 de abril de 2007

Capítulo 2.

Lukia asomó por la puerta y con su estrecho acento saludó a Ramiro. Se puso el delantal sobre el pantalón y salió de la cocina. Empezaban a llegar los habituales del primer turno. Sin prisa, Lukia terminó de arreglar la sala colocando ceniceros y servilletas, cogió su libreta y se acercó a la primera mesa.
Buenas días, ¿qué vas a comer?

Los tres hombres le pidieron un minuto más y se volvieron para mirar el menú de la pizarra. La silueta de Lukia se cruzó en su campo de visión mientras se dirigía a la mesa contigua y la siguieron con la mirada. Inmediatamente, cada uno se colocó de cara a su cubierto.
—Vaya escotito, bendito sea el...
—Sí que está buena, pero la del Rocky tiene más cómo te diría.

Lukia terminó de tomar nota en las mesas. No dominaba el alfabeto latino y había acordado con el jefe un código de números para identificar los platos. Tampoco dominaba el castellano; su comunicación se basaba todavía en adelantarse al lenguaje y sobrentender. Por ejemplo, al firmar el contrato, había sobrentendido unas cuantas cosas, calificables para ella de «más bien»: el sueldo le pareció más bien decente —si se incluían las propinas—, el horario, más bien ventajoso, la vestimenta, más bien ceñida, y adivinó que iba a realizar alguna que otra tarea de limpieza del local, para completar su jornada. Francisco, el viejo, había sido más bien serio con ella y a ella, con este contrato, se le solucionaban más bien muchas papeletas administrativas. No hizo falta conjugar verbos para empezar a trabajar ese mismo día, hacía una semana.

En cosa de unos minutos, la pausa del almuerzo llegó a su punto de ebullición. El local, que apenas media hora antes olía a aluminio y cerveza, estaba invadido ahora por una mezcla de fritura y vinagre. Lukia iba y venía entre las mesas, la barra del bar y la cocina. Pinchaba cada cuenta, la dos, la seis, la nueve, en el tablero de cocina para que Ramiro preparara las comidas. Todavía no había asimilado qué clientes eran habituales y cuáles no, y desconocía sus costumbres, sus nombres, en qué empresa del polígono trabajaban. Solo eran personas que llegaban y pedían cada una una cosa. A aquella distorsión de ambiente nuevo se añadía el rumor de un idioma aún extraño. Un mundo nuevo más. No tardaría mucho en hacerse a aquellos hábitos, los de Francisco y su mujer, los de los clientes, los del cocinero y el camarero. Una realidad fácil de reducir, pues su campo de opciones no daba para tanto: la cuenta, los platos, los números del menú, con leche, sin leche... Reducción. Una reducción de vinagre, le había enseñado Ramiro la semana anterior.

El ambiente añejo del restaurante, con sus horarios laborales y sus balances cabales, aún no se había percatado de la presencia de Lukia. A primera vista, en ese equilibrio inmóvil, casi perfecto, un solo elemento, y tan reciente, como era una nueva camarera parecía destacar apenas en el colectivo costumbrista. Cuando uno entraba en el local, reinaban los clientes habituales, trabajadores de la zona, y se imponía el barullo diario, envuelto en el humo del tabaco de costumbre. Lukia fue en aquella microeconomía el primer elemento foráneo. Salvo por sus facciones balcánicas, no parecía interferir, pues los dueños, los platos, la cocina, seguían el curso de cada día. Ni siquiera la jubilación de Francisca, la dueña, había roto el ritmo: tras el regalo y homenaje de rigor, acudió a su restaurante exactamente todos los días. El restaurante era el mismo Los Pacos de siempre. Ahora bien, si durante la breve desidia del café, antes de volver al trabajo, uno se ensimismaba dando vueltas con la cucharilla, percibía en el vaivén de la nueva camarera una respiración diferente.

El trasiego de Lukia flotaba en el restaurante como el vuelo de un mosquito en el polvo de una habitación: silencioso, zigzagueante, ligero. Los platos llegaban a sus mesas —y los pedidos a la cocina— como en líneas rectas, a esquinazos entre un punto y otro. No había retrasos en la atención del postre, del café, e incluso la cuenta llegaba al primer signo manual de garabato en el aire. Los trabajadores, poco acostumbrados a este margen de productividad, lo notaban en los minutos sobrantes previos a la sesión de tarde.

La camarera servía ella sola a todas las mesas. Uno se preguntaba de qué lugar provenía aquel hacer. Los clientes estaban acostumbrados a Francisca, que siempre había atendido despacio, con la ceremonia del amo; o a Ricardo, que, cuando le tocaba echar una mano en la sala, arrollaba de mala gana con la destreza del camarero. El paso geométrico de Lukia era, literalmente, un derroche de eficacia que se perdía en el desinterés colectivo. Nadie, ni los clientes, ni los jefes, se lo exigía. Y, lo mismo que se adelantaba al lenguaje, se adelantaba al resultado. Por eso, si alguno de aquellos contables, comerciales, transportistas, secretarias, que exhalaban palabras como «hipoteca», «oportunidad de negocio», «macho», «bajar a segunda», le pedía la vinagrera, ella asentía y ya estaba adivinando la mano levantada de otra mesa antes de depositar, sin emergencia, la vinagrera en su sitio y dejarla atrás. Dejar atrás era la clave. Dejar atrás Bulgaria, el trabajo, el paisaje, la miel de rosas. Cuando encontrara una dedicación definitiva, solo entonces, tal vez, se detendría para recrearse en el tiempo. Mientras tanto, con holgura de movimiento, la vuelta de la mesa tres ya estaba dejada, el mantel de la otra, sustituido y las bebidas, entregadas a los clientes recién sentados..

Su camiseta de tirantes amarilla recibió a un grupo de clientes que esperaban de pie en la puerta del local. Lukia avisó al viejo porque no quedaban mesas libres. De nuevo se desbordaba el cupo de clientes y de nuevo hubo que intercalar mesas de plástico en el pasillo. Eran clientes no habituales, aunque el viejo reconoció la cara de alguno que repetía de la semana anterior. Los brazos desnudos de Lukia se estiraban para indicar las diferentes mesas y números de comensales a cada grupo.
—¿Tres? Allí.


En el segundo turno, el volumen de trabajo se disparó aquel día en todas direcciones. El personal del restaurante al completo alcanzó en progresión geométrica su tope de actividad. Ramiro hubo de preparar platos combinados fuera de menú, que casi se había agotado; Francisca, la dueña, se metió a ayudar en cocina; Francisco, su marido, atendía cafés y copas en la barra con Ricardo, el camarero; y Lukia desaparecía de todas partes con las manos cargadas de manteles limpios, botellas de vino o platos con desperdicios. Los cinco, a plena combustión, sacaron adelante ese momento de llenura, y solo cuando se desperdigó la última clientela pudieron volver a su cadencia normal. En aquella explosión orquestal inesperada, cada uno había asegurado el trabajo de su parcela laboral, pero la ocupación de Lukia había sido panorámica. La camarera, que en sus tareas tocaba todos los rincones del restaurante, barra, cocina, despensa, armarios, sala de comedor..., había aportado al desconcierto hostelero una doble contención: una actividad frenética en sus idas y venidas y un continuo de fondo en su forma de organizarse. «Notas de violín y refuerzo de bajo», habría podido pensar Ramiro, satisfecho de su ocurrencia. Los clientes, sin embargo, solo habían notado más ruido en la sala y más gente de la diaria en el restaurante, pero no cayó el caos sobre ellos y, en términos de comida y salvo algún fallo de menú, su pausa resultó prácticamente la de un lunes cualquiera.

A esa velocidad, no tuvo tiempo Ramiro de ponerle caritas a la camarera. Pero sí logró dominar los nervios para no malograr sus planes de conquista, ya lanzados al espacio. Así que nada había dicho cuando Lukia le devolvió varios platos por equivocados, y se tragó los gritos cuando se le escurrió de sus propias manos la bandeja de vasos del lavavajillas. Su masculina esperanza logró templar la emisión de adrenalina y fue capaz de contenerse los enfados. Ramiro reparó los daños sin chistar y achacó a sus esfuerzos de novata —tal los consideraba él— la ausencia de conexión física por parte de Lukia. La veía entrar, pedir la comida, cortar el pan y recoger acto seguido las migas de la tabla, echar al contenedor de basura los manteles de papel usados. Ella le decía «grasias» y «por favor», o «mira, esto no para mesa sinco». Y sin tiempo para bromas volvía a salir con las manos cargadas, mostrándole al vuelo su corta melena roja de raíces castañas. «¿Para qué se molestará en recoger las migas a cada paso?», pensaba Ramiro.

En el tercer turno, más despejado, Lukia se acercó a la barra y pidió a Francisco dos cervezas y una Coca-Cola. Mientras pasaba la bayeta por la barra, el viejo, absorto, contemplaba alejarse la grupa de Lukia, que se dejaba asomar entre la ceñida camiseta y el pantalón, y pensó que su lunes había sido un éxito rotundo.

jueves, 12 de abril de 2007

Capítulo 3.

Transcurría el tercer turno y los últimos clientes se demoraban en la sobremesa. Ricardo, detrás de la barra, ponía cafés y terminaba de ordenar tazas, vasos y botellas. Cinco mesas estaban todavía ocupadas y podían distinguirse con mayor claridad frases sueltas de las conversaciones. Francisco había invitado a comer al director de la oficina bancaria. Iban a tratar su negocio a la sobremesa. Lukia acababa de depositar el helado y un café cortado delante del banquero, que pasando la mirada por el cuello de la camarera pidió:
—¿Puedes avisar a Francisco? Dile que me invite a un licor y que se siente conmigo.
Francisco se acercó a la mesa con una botella de coñac. No podía pensar en un día mejor para prometer solvencia a una mente financiera.

—Saludos, Paquito, me alegro de verte –el banquero tendió la mano, alisándose al mismo tiempo la corbata.
—Qué tal, Álvaro –dijo Francisco mientras se sentaba.
—¿Y Francisca?
—Está ahí detrás.
—Ah, muy bien. Dime, qué me querías comentar –el banquero tomó un sorbo de coñac.
—Verás, Álvaro, ya has visto cómo se está poniendo lo del restaurante... ¿Quieres algo más?
—Que no, no puedo tardar mucho...
—Tengo unos puritos...
—¡Qué va, hombre! Como se enteren en casa...
—Desde cuándo se rechaza un habano, tú...
—Hace una eternidad que no los pruebo.
Francisco llamó a Lukia:
—Tráete la caja de puros, ¿sabes cuál? Ricardo sabe.

Lukia asintió y les dio la espalda. El delantal de trabajo, que empezaba en la cintura, le cubría solo la mitad de los muslos y se ataba detrás. El lazo, en vez de colgar lánguido, se apretaba brevemente a la cintura, y aquella falta de vuelo aumentaba la sensación de celeridad en los movimientos de su cuerpo. Se escuchaba apenas, como si fuera una leve interferencia en el aire, el recrujir del tejido al rozar con los pantalones. Por debajo del ambiente de la sala llegó hasta la nariz del banquero un olor casi imperceptible de perfume barato.
—Esta es nueva, ¿no? Anda que no tienes morro, Paquito.

Lukia acercó la caja de puros y ante los ojos del banquero, mientras elegía uno, se tensó y se destensó en el movimiento el hueco de la blanca axila de la camarera, relleno de grasa.
—Llevamos tiempo dando vueltas a un proyecto y quería saber tu opinión...
El banquero, Álvaro Cuéllar, escuchaba distraído mientras miraba la punta del cigarro puro, que hacía girar entre las yemas de sus dedos. Bastaría con ampliar el préstamo que ya tenemos... Por un momento, no supo si estaba aspirando el humo del habano o el perfume rancio de la camarera. Tú sabes que lo vamos a sacar adelante... Mucho antes de que tomara su decisión, el juego de aquellos dos aromas tan extremos se había ya instalado en el limbo de su voluntad.

En una semana, Álvaro había recibido, curiosamente, dos demandas casi idénticas. Mientras Francisco le exponía su proyecto, él analizaba con curiosidad económica. De los cuatro restaurantes que daban de comer a los trabajadores del polígono, uno de ellos, El Rocky, había contratado a una maciza rumana bajita pero de destacado escote. De esto hacía poco más de un mes. De forma inesperada, la asiduidad de los clientes —masculinos, pero curiosamente también las mujeres— se había disparado. Todos los subcontratados de la zona habían hecho correr la voz y el mismo Álvaro pudo dar fe del encanto de la nueva contratada. Al primer signo de crecimiento, Rocky decidió hacer algunas mejoras en el negocio. Por eso había acudido al banquero. Pero él había solicitado un préstamo menor que el de Francisco. «Unos veinte mil euros, qué le parece». Álvaro no encontró entre los recuerdos de sus cursillos un nombre chistoso para ese tipo de pobre inversión: «modelo estéril con probabilidad 98% de fracaso: ningún ahorro, ningún beneficio para el “beneficiario”, todo ganancias para el banco». Porque además le había metido al chiquillo una buena comisión.

Francisco, en cambio, bueno era, pensó el banquero. Parecía que Francisco, a la vista de aquel fenómeno, hubiera concebido proyectos de mayor alcance con la llegada de la inmigración. Él no ha contratado a una maciza... Francisco era empresario desde hacía casi treinta años. Su lechera particular le traía en el cántaro un nuevo restaurante en su pueblo de Ciudad Real, uno de verdad, un poco elegante, con su cocina propia y sus vinos de renombre. Y para eso había recurrido al banquero. ¡Ha contratado a una rival! Sí que había aprendido en estos años de trabajo empresarial. Ja. Francisco había dado él solito con el concepto de competencia en el polígono. Había intuido lo que los estudios de mercado demostrarían más tarde: conceptos, su interrelación y sus conclusiones. Inmigración, competencia, juego económico... No es nadie este Paquito, sonreía por dentro Álvaro. Lo que había empezado siendo una broma sexista, un concurso de tetudas, se convirtió en un insospechado actor intervencionista cuyas consecuencias, aunque de trascendencia relativa, no dejaron de ser una curiosidad económica. ¿Cómo demonios lo ha sabido?

Capítulo 4. Y último

Lukia tomaba nota del postre en la mesa de enfrente. Dos hombres vestidos con traje pedían el café. Uno de ellos tapaba el micrófono del móvil mirando a Lukia para indicarle «un solo» y retomar en seguida la conversación. El otro alzó la vista de su agenda electrónica para señalarle «que sean dos».
—... ¿Miguel? Ya la he visto. Nada, per-fec-ta, macho, y el sitio también...
Lukia les llevó los dos cafés y retiró el cestillo del pan. El del teléfono levantó la vista y con la cabeza hizo un asentimiento de gracias al antebrazo de Lukia, que se retiraba fugaz ante su nariz.
—... yo, te comento, en comparación con los otros pabellones le veo dos ventajas clarísimas...
El otro se puso derecho en su silla, soltó la agenda y farfulló un rápido «gracias». Un breve destello luminoso, salido de la pulserita de oro de Lukia, quedó retenido en su córnea, y el trajeado al parpadear visibilizó en el interior del ojo la inasible manchita blanca.

Lukia entró a la cocina, vació el cestillo y salió por la puerta trasera a sacar la basura. Aprovechó para hacer una pausa, la única hasta ese momento, y fumarse un cigarrillo antes de comer. Paseaba distraída de la puerta trasera a la esquina. En la nave de enfrente empezaba a levantarse un movimiento desperdigado de toros, palés y mozos de almacén que entraban y salían. Resonó dos veces la carga de materiales de una furgoneta que pasaba por el camino intermedio, sin cuidado ya de esquivar los baches de un asfalto primitivo, nunca reparado. Para Lukia, aquellos cloclonc solitarios significaban que el día empezaba a declinar. Para los trabajadores de enfrente quedaban aún, aquel lunes, varias horas de labor.

Lukia apoyó el hombro contra la esquina y el fresco del cemento le provocó un escalofrío. Tenía hambre. Normalmente, se sentaba a comer después del trabajo y antes de la última recogida. No era una costumbre adquirida, sino impuesta por el ritmo de trabajo de su primera semana; además, en ese rato evitaba que Ramiro se sentara con ella a solas. Se puso a mirar a los mozos de enfrente, tratando de adivinar cuáles eran españoles y cuáles no. Pensó en Vidal. Cuando llegara a casa recogería un mínimo los trastos sucios de la habitación y se ducharía para esperarlo. Sus citas eran todavía secretas, en el piso compartido de ella. Se veían a escondidas: a escondidas de los allegados búlgaros de Lukia, a escondidas de los compañeros de Vidal, también a escondidas de los hijos de Vidal, que rondaban la edad de Lukia... Solo la compañera de piso de Lukia, como el ama fiel de una julieta, compartía su secreto. Mientras observaba a los trabajadores del almacén, trajo a la memoria el tacto español, para ella exótico, de aquel hombre, y lo comparó con el tacto impetuoso y doméstico de los hombres que había conocido en su país. Vidal no lucía ya un cuerpo joven, ni tatuajes, ni una buena moto, ni la mejor guitarra, ni era el bebedor del grupo, ni le gustaba el jazz, como a la mayoría de sus amantes, decenas de fugaces Ramiros a quienes en sus exhibiciones —igual que le ocurría con el castellano— ella sobrentendía con celeridad, como si ya se los supiera. En su somero análisis, Lukia pensó que era curioso cuánto le habían hablado siempre sus hombres, como para demostrar lo evidente, precisamente a ella, a quien todos aquellos datos interesaban solo temporalmente, cuando le interesaban algo. Tenía pocos amigos. Vidal, en cambio, no tenía mucho que decir. La había atendido con parsimonia en el cuartel, con indiferencia, y con pocos signos le había indicado lo que tenía que hacer para obtener un permiso de trabajo: contrato, comisaría, seguridad social. Sus gestos le habían dado un calambre metálico, como el frío del cemento en el que estaba apoyada. Como el crujido del papel albal. Pensó en él y en esa noche y sintió que se le abría el agujero de la cintura. Lukia expulsó la última bocanada y volvió a la cocina a preparar su plato.

En el mismo momento en que Lukia se sentaba a comer, Francisca despedía a un grupo de administrativas y entraba por la puerta Vidal, jefe de la Guardia Civil. Se dirigió a la barra y Ricardo lo saludó.
—¿Qué hay, Vidal?
—Hola, Ricardo, uno con hielo.
—... Y me ha dicho que la nave está disponible a partir de abril... Tendríamos que firmar esta semana... ¿Qué? —el hombre del teléfono seguía negociando la compra de un pabellón en el polígono, mientras su ayudante pedía la cuenta.

Vidal cogió el periódico deportivo que estaba encima de la barra y lo abrió. Le quedaban todavía casi cuatro horas para acabar su jornada de trabajo. Pasaba las hojas del periódico, sin leer los resultados, ni la sospechada adquisición de tal club o el mal estado físico de ese jugador. No se atrevía a levantar la taza de café porque le temblaba la mano. Lukia estaba comiendo de espaldas a la barra en la mesa más retirada de la sala, cerca del pasillo.
—Al que no le guste, ya sabe lo que tiene que hacer. Firmamos con el notario este jueves y, oye, nos venimos cuanto antes... —los dos hombres terminaban de recoger sus bártulos electrónicos, con el ademán del cuerpo en dirección a la mesa de Lukia, que ofrecía al público las vértebras salientes de su espalda.

Vidal también las miraba. Tenía ganas de rozarlas y pensó en la noche que le esperaba. Había dicho a sus hijos que la partida era en casa de Javi, pero ya empezaban a poner cara rara. «¿Un lunes?». Cada vez le costaba más montar coartadas. Sus amigos, sus hijos, su trabajo, los vecinos... Sabía lo que podía esperar de sus vecinos militares, por mucho que los tiempos cambiaran. Sonreía cuando oía aquello de que los guardias civiles eran, cada vez más, funcionarios. Aunque en general a los viudos se les consienten cosas que a los demás no. Aprovecharía esta supuesta indulgencia del juicio popular para ensartar a Lukia en su mundo, licencia de viudo. «Con lo que ha sufrido este hombre» o «Mira, se merece ser feliz...». Y de sus hijos ya se encargaría él. El brazo de Lukia vibraba al arrancar secamente trozos de pan. Vidal iba y venía con la mirada de la mesa a las páginas. Leyó: «Si me acusan con una bala, yo tiro una bomba». El periódico deportivo llegó a su fin. La última página exhibía la foto de la tiabuena de turno. El Eto’o este de los cojones.

Lukia llevó sus platos a la cocina y allí se tomó el postre. Entre vapor de lavavajillas, sartenes sucias, platos amontonados y cubiertos pegajosos, Ramiro procuraba restaurar el orden perdido. Parapará pará paaaapa... Su método y el reciente aumento de clientela hacían de la recogida en cocina un segundo bloque de trabajo. Lukia se le cruzaba en dirección contraria, por el guion laboral que aplicaba a su faena, con infinitas limpiezas por minuto. Ramiro dejó que Lukia lo ayudara, mientras pensaba la manera de abordarla. Iba a ser directo, pero el momento adecuado, que él siempre buscaba en estos casos, no terminaba de cuajar. Lukia salió con la escoba al comedor y se topó con la figura de Vidal en la barra, que recogía del plato la vuelta del café. Pasó de largo feliz y empezó a colocar las sillas encima de las mesas para barrer el suelo. Francisco hacía la caja. Ricardo secaba copas. Vidal se despidió:
—Bueno, venga, hasta mañana, Paco, mañana te traigo eso.
—Venga, y te explico cómo bajarlo, ya hablamos.
—Vale.